Dos años de reinvención

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viernes, 23 de mayo de 2014

¿Vivimos democráticamente o en democracia?: una denuncia sobre la farsa que es nuestro sistema

El término democracia –etimológicamente, poder en manos del pueblo-  está siendo muy empleado últimamente por nuestros gobernantes como argumento de defensa a sus teorías y opiniones. Toda la retórica de los políticos reposa, hoy en día, sobre esta idea de gobierno, hasta el punto de que todos ellos esgrimen sus críticas a la ideología contraria basándose en lo que la propia democracia representa.  Seguro que todos hemos oído la calificación de una ley de antidemocrática –nos sonará a lo que la oposición ha dicho sobre las recientes leyes de educación y del aborto-. También nos vendrá a la cabeza el debate sobre el “derecho” a decidir sobre el futuro de Cataluña que defiende su presidente, Artur Mas, quien afirma que lo que ellos pretenden llevar a cabo, es decir, someter el interrogante de la independencia catalana a referéndum, es un método absolutamente democrático. Parece ser que, para nuestra clase política, lo relacionado con la democracia es lo bueno, y que el totalitarismo –o nazismo, como muchos componentes de la alta clase política apuntan-, aparente antónimo de nuestro justo sistema, es lo malo. Entonces, ¿debemos dar las gracias de poder gozar de un sistema político basado en la libertad y en el gobierno de todos? No debemos precipitarnos. Antes de responder, analizaremos y expondremos una serie de argumentos que desvelarán si la realidad se corresponde con  la teoría, o lo que es lo mismo, si actualmente vivimos democráticamente o únicamente en democracia.

La búsqueda de la forma de gobierno más correcta se remonta a la filosofía platónica y ha trascendido en el tiempo hasta nuestros días, en los que damos por supuesto que la democracia es el mejor sistema político de todos los creados hasta ahora. Un gran defensor de la democracia fue el filósofo barroco Baruch de Spinoza, racionalista y sucesor de Descartes, cuya teoría política guardará muchas similitudes con los posteriores pensadores denominados “contractualistas” –Hobbes, Locke y Rousseau-. Spinoza pensaba que los seres humanos son enemigos entre sí y el estado de naturaleza previo al nacimiento de la sociedad suponía un permanente peligro, pues el miedo, la pasión y el beneficio propio se imponían sobre la razón, dando lugar a un estado de absoluto terror. Así pues, los seres humanos, ansiosos por encontrar una garantía de paz y seguridad, emplearon su razón para unirse en sociedad, la única manera de conseguir el objetivo individual último, es decir, la conservación de uno mismo.

Mas, ¿cómo se puede asegurar que el vínculo sellado entre los individuos no se rompa? Únicamente hace falta que el poder soberano, aunque imponga restricciones,  ceda parte de los derechos naturales a los individuos, a quienes compense más seguir viviendo en sociedad antes que volver al peligroso estado anterior. Según Spinoza, esto se conseguirá otorgando a los integrantes del grupo la libertad de pensamiento, expresión y creencia religiosa, algo que solamente podrá ofrecer el sistema más libre de todos: la democracia. Por otra parte, nuestro autor deja claro que cada individuo renuncia a actuar por su propia decisión, pero no a razonar por sí mismo, pues puede –y, sin duda, debe- pensar, juzgar y opinar de forma diferente, así como expresarlo libremente, y que todos son consultados y participan en la toma de decisiones.

En resumen, Spinoza no defiende que la autoridad ejerza su poder despóticamente sobre los individuos, sino que contribuya a su liberación. Desde este punto de vista, la democracia es el paraíso terrenal del pueblo llano, la forma de gobierno más impecable y justa para todos. O en otras palabras, una propuesta utópica más dentro de una larga nómina, aunque sí adaptable –con sus consiguientes modificaciones y degradaciones- a la realidad. Al fin y al cabo, ¿no es nuestro sistema una democracia? Corrompida, claro, pero todavía apodada así, quizás como recuerdo de lo que un día pensábamos que podía llegar a ser.


Esa ilusión se forjó tras la muerte del dictador Francisco Franco, durante la transición democrática. La euforia post-dictadura quedó patente en arrebatos de libertad, locura y desenfreno como los que vivió Madrid durante la Movida. Todo el mundo guardaba una absoluta confianza en la futura democracia y en la construcción de una sociedad igualitaria que encajase en una Europa desarrollada.

Sin embargo, este proceso no fue tan idílico como muchos pensábamos. Al fin y al cabo, acabábamos de emerger de un régimen dictatorial y, desgraciadamente, su esencia quedó impregnada en los pilares de la sociedad democrática que, todavía a día de hoy, sigue presente. Por un lado, la fuerte influencia de la Iglesia sobre los españoles ha trascendido hasta nuestros días, en los que esta institución sigue obteniendo muchos beneficios y tiene una fuerza gubernamental considerable, a pesar de la explícita aconfesionalidad del Estado. Por otra parte, todavía se sigue ensalzando públicamente por algunos grupos conservadores la figura del caudillo, algo que, en otro país como Alemania –los mandamases de Europa no se toman a broma lo del Holocausto-, sería duramente castigada. Incluso la elaboración de la Constitución tuvo una cierta inspiración franquista, pues algunos de los dirigentes del régimen tomaron parte en su redacción, mientras otros tantos que habían adulado la dictadura pasaron a formar parte de la vida política en democracia –claro ejemplo el de Fraga, mano derecha de Franco, que fundó Alianza Popular, nuestro actual PP).

Aunque debemos alabar la labor de la transición democrática, también tenemos que ser conscientes de que nuestra historia más cercana sigue latente en nuestras instituciones y en nuestra vida cotidiana. No vivimos en una dictadura, claro está –aunque la restricción de derechos que nuestro gobierno está llevando a cabo nos puede hacer replanteárnoslo-, si acaso en una “dictadura democratizada”. Lo que sí es seguro es que no vivimos en una democracia tal y como la entendía Spinoza, y más ahora que la libertad de expresión, derecho fundamental, es reprimida (léase la recientemente aprobada Ley de Seguridad Ciudadana) y que la intromisión de la Iglesia en el Estado es más evidente (véase la polémica LOMCE). Por tanto, si no gozamos de democracia, jamás podemos vivir democráticamente.

No obstante, la culpa de que no seamos parte de esa realidad de libertad no la tienen únicamente los gobernantes, ni siquiera nuestras raíces históricas de las que ya hemos hablado. Los causantes de la antidemocracia que hoy nos ahoga no son otros que nosotros mismos, quienes no hemos dirigido nuestra vida a la democracia –Spinoza abogaba que la democracia debería ser algo más que un sistema político, debería ser un modelo de vida- ni hemos defendido nuestros derechos hasta ahora. Solamente hace falta volver la vista a los tiempos de bonanza y de crecimiento económico en los que se cometían grandes excesos antidemocráticos, por parte tanto de los dirigentes como de los ciudadanos de a pie, y que nadie denunció. Por el contrario, ahora, hipócritas de nosotros, declaramos ser contrarios a la corrupción, a pesar de haber desviado nuestra mirada a atropellos pasados.

Pero, sin duda, el colmo es nuestra inoperancia a la hora de votar. Descontentos con la labor del socialista Zapatero, nos paramos a pensar solo un segundo antes de elegir a la oposición, el Partido Popular. No exploramos más opciones. Si uno lo ha hecho mal, votamos al otro. Después nos quejamos del bipartidismo, cuando somos nosotros mismos quienes sustentamos esta práctica: “las dos Españas”, como diría Antonio Machado. Así, todos los españoles cedimos nuestra capacidad de autogobierno al partido de derechas, que consiguió la mayoría absoluta. ¿Y qué es la mayoría absoluta? Lo más antidemocrático que existe y que, paradójicamente, está recogido en nuestro sistema de elecciones. Mayoría absoluta significa tiranía, ya sea de un color u otro. La mayoría absoluta lleva tras de sí un abuso de poder contra el cual no podemos combatir.

Y es hoy, tras haber cometido tal descuido, cuando salimos a la calle –tras años de reposo en los que no nos importaba lo más mínimo la vida pública- a manifestarnos en contra de todos los recortes del Gobierno central, de los excesos intolerables que se están cometiendo. ¿Cuál es su respuesta? “Ayer tú depositaste tu voto en mí, a pesar de haberlo hecho a tontas y a locas y, como esto es una democracia, seguiré ejerciendo mi despotismo, ese que tú elegiste pero que no apoyas, durante lo que quede de legislatura”. Y aunque nosotros nos sigamos quejando, todo seguirá igual porque la voz del pueblo un día lo quiso así.

No obstante, no solo debemos limitarnos a denunciar los gravísimos y numerosos problemas de nuestra democracia, sino a aportar propuestas para la democratización de la sociedad española. Por supuesto, la medida que más urgencia conlleva es la estimulación de la participación de los ciudadanos en la vida política. Ese fin se alcanzaría, sin duda alguna, con la instauración de una democracia participativa como la que rige Suiza, en la que el pueblo vota directamente las leyes aprobadas por el Parlamento. Desgraciadamente, nuestro país, debido a su extensión y a su cantidad de habitantes, no se puede permitir este sistema de gobierno, por lo que únicamente podemos optar a una democracia representativa, en la que votamos a nuestros representantes en el Parlamento y que, teóricamente, simbolizan nuestra opinión.

¿Qué podemos hacer, entonces, para garantizar la validez del voto individual? Es evidente que el peso del voto de un individuo cultivado, interesado por la actualidad y que participa activamente en la vida pública no es el mismo que el de alguien ignorante, enajenado por los medios de comunicación y que dé la espalda a la política. No obstante, la prohibición de voto para la categoría de personas “no capacitadas” sería la primera medida antidemocrática –algo que, dicho sea de paso, se pretende combatir a lo largo de esta reflexión-. La mejor propuesta sería, pues, formar a los jóvenes en política antes de que, como mayores de edad, puedan depositar su primer voto. Una vez más, la educación, entendida como transmisión de saberes, es la respuesta: todo el mundo debería ser consciente de la retórica que utilizan los candidatos, de las falacias que usualmente emplean y de las consecuencias que la elección del pueblo puede tener durante cuatro años. No hace falta apuntar que estas lecciones sobre la vida política deberían impartirse desde la más absoluta imparcialidad; condición, por otra parte, difícil de conseguir.

Como conclusión, debemos responder al interrogante que se planteaba al comienzo de esta disertación: no vivimos democráticamente, solamente en democracia. Sin embargo, esta afirmación nos deriva a otras cuestiones y es si, tras todo lo que aquí se ha expuesto, podemos denominar siquiera democracia al sistema que rige nuestro país hoy en día. Tal vez nuestra democracia sería un eufemismo si lo comparamos con la reveladora visión de nuestro autor, quien lo considera un sistema justo en el que se asegura una serie de libertades y garantías que en nuestro país se están suprimiendo, entre ellas la libertad de palabra y la separación Iglesia-Estado. Esperemos que, en lo que respecta a la libertad del pensamiento, no haya recortes; nadie querría vivir en un distópico 1984 de Orwell dirigido por la Policía del Pensamiento y en el que los crimentales –acrónimo de crimen y mental, que designa un pensamiento herético, contrario al régimen- estuvieran a la orden del día. Al fin y al cabo, hasta que no exista una real democracia no podremos actuar democráticamente, y antes de que esta exista deberemos saber exactamente qué representa. Pensar, opinar, juzgar, participar, enseñar lo que se piensa; esa es la democracia que defendía Spinoza, la auténtica, única y pura libertad. 

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